Cierro los ojos y mi mente viaja a los a los años cincuenta, al volver abrirlos contemplo una pequeña luz tintineante moviéndose tímidamente rompiendo la oscuridad de una noche de verano cualquiera, sus reflejos pintan forman y figuras fantasmagóricas en el tupido color negro de la oscuridad, un olor a aceite quemado inunda toda la estancia. Con los ojos medio abiertos, vislumbro en un rincón colgado de un gancho un artefacto con un pico de donde sale una llama de color medio amarillo, remuevo en mi cabeza los recuerdos de donde extraigo la figura de un candil.
Para muchos de los jóvenes de hoy, no sabrán ni habrán visto nunca lo que es un candil, para los que ya tenemos unos añitos lo recordamos con añoranza y en más de una ocasión su luz vacilante ha iluminado nuestra oscuridad, eran tiempos donde la luz eléctrica fallaba demasiado y entre candiles, quinqués y carburos pasábamos de un negro ambiente a un pequeño resplandor.
Un candil es una lamparilla manual de aceite, usada antiguamente, en forma de taza, que tenía en su borde superior, por un lado, la piquera o mechero, y por el otro el asa, en el interior de la cavidad se le echaba aceite y en el borde en forma de pico se ponía una mecha de algodón llamada torcida empapada en aceite, normalmente se le acercaba una cerilla a la punta de la mecha y ésta ardía, su llama producía una iluminación su resplandor alumbraba unos metros la estancia.
Dicen que el sol marcaba el ritmo de unas jornadas, que se alargaban como las sombras de la tarde,
en la noche la oscuridad era casi total, la luna y el candil se convertían en las únicas fuentes de luz que acompañaban las horas nocturnas. Cuentan que la luz de la lumbre era el sitio habitual de reuniones, donde los niños escuchaban atentos cuentos mitad verdaderos, mitad falsos, que entre trago y trago contaban los mayores.
A la luz de un candil han sucedido muchas sucesos y pasajes de lo más interesantes, su luz ha alumbrado durante muchos siglos las estancias y los caserones en toda España, junto con las velas, han sido el resplandor de las noches y los guías de la oscuridad, el olor a aceite quemado junto a la carbonilla de la mecha impregnaba el aroma de las casas, ese olor típico viene a mi mente en algunas ocasiones y añoro su aroma más que muchos olores de spray industriales que hoy en día abundan en todos los hogares, aquel olor era el típico de un hogar de antaño.
Recuerdo muchas relatos contados bajo la luz del candil, casi toda ellas de brujas, ogros, fantasmas y seres de la noche, cuentos que ponían los pelos de punta, sobre todo a los más pequeños, recuerdo la figura de una señora con un candil en la mano paseando en mis sueños cuya sombra proyectaba en la pared, todo esto y mucho más es el fruto de los cuentos que nos narraban junto con la imaginación que nosotros poníamos, válgase nuestra ignorancia de juventud que pensar meter la cabeza debajo de la almohada y taparnos con la sabana, el miedo desaparecería, de tal forma que el temor se difuminaba entre la ropa que nos cubría.
Cierro los ojos y me dejo llevar por el recuerdo de antaño, a mi mente llega una de ellas que me ponía carne de gallina, retrocedo en el tiempo y me encuentro en un año que fui a la vendimia. Tenía 14 años, era una noche del mes de septiembre entre truenos y relámpagos y con una oscuridad que calaba los huesos, mi hermano y yo nos sentamos en un poyo de una casilla de las que había antiguamente en el campo, solo y a la luz de un candil nos juntábamos para escuchar atónitos los chascarrillos de los mayores, no había luz eléctrica y el capataz encendió dos para alumbrar la estancia, uno de los peones nos contó estos hechos que según él había vivido en sus propias carnes. Llegué a casa después de haberme tomado unos vinos en la taberna con unos amigos, no tenía más que hacer, así que me encerré en mi habitación para descansar. Sin darme cuenta desperté de pronto, eran las dos de la mañana mirando mi pequeño reloj que tenía en mi refajo, justo en ese momento mi madre me llamó dulcemente desde la cocina “¡Hijo, ¿Puedes venir, por favor?!” Fui sin reparo hasta la cocina, aunque me pareció extraño dadas las horas que eran, y cuando me hallaba ahí no encontré a nadie, en cambio, escuché la misma voz de mi madre desde lejos “¡No vayas hijo, yo también la escuché!”.
Muchas veces he soñado con esta narración viendo a esa mujer con un candil paseando por mi habitación, con el tiempo esta leyenda se fue perdiendo, pero quedó encerrada en mi recuerdo, espero que ahora al revivirla no me vuelvan esas terribles pesadillas.
Recuerdo otra historia que me contó un compañero cuando estaba haciendo el servicio militar, contaba que en su pueblo de Galicia usaban mucho los candiles en aquel entonces, detallaba en este relato que le había pasado a un tío suyo con su hijo. “Acudo al cuarto de mi hijo para ver qué le sucede, pues despertó en la madrugada con gritos ahogados mientras se escuchaban golpes en su habitación. Voy a su encuentro y lo veo temblando en su cama, “hijo, ¿Qué te sucede?” a lo que él responde “¡Papá, hay alguien en mi armario!” con cierta gracia, voy hasta el armario para cumplir su capricho, lo abro y, para mi horrida sorpresa, mi hijo también está en él, temblando mientras balbucea “¡Papá, hay algo raro en mi cama!”.
Entre anécdotas, cuentos, relatos e historias nos quedamos dormidos hasta el día siguiente.
Ha llegado la hora de despertar, abro los ojos miro por el rabillo del ojo hacia una pequeña ventana, deslumbro un haz de luz entrando por una rendija, son dos las luces que iluminan la casilla, la del candil a medio de apagar y la luz del amanecer del ventanuco, es hora de irse a la faena, me espera un día duro en esta jornada, mi hermano y yo hacemos de capacheros, es hora de trabajar. Pienso ¿Todo ha sido un sueño o No?